La tierra vacía, llena de estorbos,
nunca fue tan amenazante como en la imagen de la masa; la masa siempre esta
llena, esta tan llena que se ve negra, no es tanto una sustancia cuanto un ente
que empieza como un demiurgo acéfalo y se descompondrá cuando menos se lo espere
nadie en una gray goo ecofaga, en la masa individualizada. Hay algo de
eléctrico en la masa también, como en las estereotípicas representaciones
televisivas del monstruo de Frankenstein, algo reanimado por una fuerza tan
brusca como un rayo, una animación que recuerda al febril vaivén de la canción “La
foule” de Edith Piaf; no obstante, hay algo que separa a la multitud y la masa,
son cosas bien distintas.
La Foule es el síntoma de
una enfermedad aguda, la huella de un acto fallido de intensidad abrumadora, de
rápida resolución. En la Foule la multitud esta desatada por el frenesí
gozoso de la presunta llegada de un acontecimiento, un momento liminal que los
libera y reúne, algo que encierra a los que participan de ella en la eternidad
de un momento efímero que se prolonga a medida que se desea evitar que se
marchite la promesa de un momento de durar para siempre. La Foule vive en la
duración del arrebato.
¿Sería muy exagerado pensar que la
primera mitad del siglo XX se vivió como una fiesta? A pesar de la gran guerra
y la gran depresión, la relación de esta época histórica con la fiesta es
indisoluble, un rastro de migas que lleva a casa, la primera mitad del siglo XX
se sintió en casa en la fiesta, ninguna otra vivencia gano un matiz tan
inimitable en este momento de la historia occidental. Un ejemplo: La Foule
Illuminé de Raymond Mason.
Una luz exagerada ilumina y expone a los personajes en el frente de la escultura, los personajes en el fondo se ven sumidos en la sombra proyectada por los personajes iluminados, dan la espalda a los asombrados espectadores; están sumidos en otro tipo de frenesí, en la agresión, exaltación que, en su opacidad, sabe ofrecer la calma y la paciencia de la apatía. En cierto modo recuerda al tópico de la escala naturae, hay una diferencia crucial, la escalera de Mason no termina con el hombre como ser racional, tampoco con la perfección de los ángeles.
Esta escalera se ve interrumpida
por la discontinuidad de un suceso nunca antes visto; no se le dice a quién
mira esta estatua cual es tal suceso, no se podría decir siquiera que los
personajes en la escultura puedan dar una pista sobre el mismo; este suceso no
develado podría ser la llegada del fin de la historia o la presencia del
übermensch nietzscheano en la plaza del mercado, podría ser la mayor revelación
jamás vista, poco le importa a los ensombrecidos el nombre que le quieran
poner.
Los personajes de Mason esperan el
mañana sin ninguna gana de que el mañana en verdad llegue, en realidad, nada
peor podría sucederles sino la llegada de aquel mañana que tanto deslumbra a
los asombrados. Las figuras en los escalones más bajos de esta escultura no
tienen ninguna duda encima de sus cabezas; absortos en sus dramas y tragedias
habituales, dan espalda al acontecimiento. Han presenciado la llegada del
mañana y saben que no es menos terrible ni menos cotidiano que el ayer.
La Foule no es el Volk del romanticismo alemán, mas no por eso llega a la pobreza de ánimo de las masas individualizadas de nuestro tiempo; forma parte de una heterocronía que derramará su ectoplasma espectral en las décadas que le siguen: evidencia de un camino de pisadas fantasmas que va desde la mansión en la que quedan atrapados los protagonistas del “Ángel exterminador” de Luis Buñuel hacia el punto de congelación del Hotel Overlook de “El resplandor”.
No es ninguna coincidencia que
tanto la escultura como la película de Stanley Kubrick vieran la luz en la
década de 1980. El espectro de la Foule persigue a las masas individualizadas
en la irreversibilidad de la llegada del mañana, el mañana que llegó sin causar
asombro, ni decepción, a pesar de toda la expectativa que se tenía de su
catastrófica venida, la imposibilidad de sentir apatía como un gesto de
resignación y la indefensión ante una nueva apatía que encuentra su origen en
la imposibilidad de hacer algo tan sencillo como resignarse. Al menos en la
Foule se compartía ese tiempo apático de la espera, nosotros estamos juntos en
la masa individualizada, juntos sin tiempo, ni espacio para compartir.
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